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DESDE EL JERGÓN
Publicado el 16 de Mayo de 2022, Lunes

J.J. Caballero

Cultura -

Nos dieron las diez cuando desde las once estuvimos creyendo que eran las doce. Nos alcanzaron cientos de signos de exclamación cuando hasta el momento de preguntar pensábamos que solo eran docenas. Nos persiguieron hordas de depravados mentales cuando el tiempo de unirnos a ellos nos transformó en sus víctimas. Esas cosas pasan, al brillo de los días y al roce continuo de una era en la que dominan los perfumes que más que amplificar aromas los anestesian. Al carácter sáxeo, atemporal e imperceptible de algunos solo cabe anteponer faces áulicas, bien educadas en caracteres intrínsecos a la propia hipocresía de la condición humana. Demos a los cuerdos de su propia medicina, y que beban una parte de locura y tres de confusión. No hay solución ni esperanza cuando el ángel de la guarda de guardia se dedica a esnifar cocaína y tragar sables con la misma e inútil ambición.

                Permanece la disforia en el fondo del cerebro. Se acrecienta y refuerza el ansia, la desesperanza y la inacción. Es el baile de los desesperados, según dicen, y la imagen viva de la presencia muerta. En esencia, la resiliencia será la ciencia de la inconsistencia. Y así, incongruentes con ellos mismos, reos y verdugos, se querrán cada vez más como muestra de la necesidad de tenerse los unos a las otras. Las consecuencias son inevitables y uno es solo lo que no aparenta. Solamente pasando las noches en vela seremos conscientes de que la condena tiene un amargo sabor. Quien desespera espera que no se espere nada de ellos. Ni tal vez de nosotros tampoco. ¿Cuántos puñetazos al aire hemos visto, que nunca llegaron a rozarnos, y cuántas patadas en vano contra las piedras convertidas en palabras? Si es eso lo que buscaban, o lo que una vez les gustó más de nosotros, ¿por qué es justamente lo que ahora quieren cambiar?

                El corazón atravesado por miles de bisectrices. La razón asaetada por millones de cicatrices. El hígado completo y sin vacantes por vacaciones. Los pulmones rellenos de variantes y admoniciones. La mente, el cuerpo, el alma, las ingles, el ombligo, las corvas, el martillo, las vulvas, la línea curva del pecho y los rectos abiertos en ángulo de entrada. Para salir, dejen hablar. Para decidir, permitan pensar. Para dimitir, hagan callar. El discurso es tan mollar como endebles las palabras que lo adornan. En la verdad solo reside un penúltimo embuste. Antes de emitir un veredicto, vean y escuchen lo que tienen que aconsejarnos. El problema, la cuestión radical, está en quiénes son y qué crédito merecen. Salen a la calle y sufren de infatuación, que no tiene nada que ver ni con la inflación ni con la inhalación de gases mucho más nobles que cualquiera que se atreva a respirarlos. Los que proclaman no son sino asuntos bisuntos, presuntos difuntos que hoy reviven ante nuestros ojos como fotografías disparadas con cámaras compactas a medio desfasar. Hay cretinos por todas partes, y escuerzos que no hacen esfuerzos por buscar refuerzos. Hay ojiprietos holgazaneando por doquier, en cuyas miradas se resuelve el enigma de la inoperancia. Hay trágalas que nos intentan hacer pasar por el aro, y en el viaje también hay quien se regocija en todo menos en la meta. Así están las cosas y así no las querríamos contar.

                Asuso residen aquellos que nunca miran atrás. Los umbráticos pensamientos de los que no tienen ni quieren tener nada que decir. Los ataviados con sábanas impolutas, imposibles y hasta improbables, y solo salen de su guarida para proveerse de los fármacos preciosos y más convenientes a sus intereses. De vivir en una ucronía sin sentido a ser los paladines del sinsentido, pasando por saberse los alevines del resentido. Si alguien tiene algo más que decir, que tire la última piedra. O si cree que es momento para sicalipsis y hedonismos varios, que lo manifieste sin pudor alguno en un rijoso acto de libertad. Los tiempos no están cambiando, somos nosotros los que cambiamos al tiempo. De todo y de nada se sale, de un a veces se pasa a un para siempre, y de un beso a desmano se llega a un apretón de manos. O de tibios peronés, o a húmeros cambiantes a radios sin acción de movimiento. O a esto, a saberse presa fácil del desaliento, mientras el alimento nos apresa con la misma facilidad que a un lobo herido. Restañarse las heridas es nada más que una cuestión de fe. 

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J.J. Caballero

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