Publicado el 17 de Agosto de 2021, Martes José Gordón Márquez
Azuaga - Opinión - No iba a contarlo, pero lo cuento.
No hay flagelo mayor para un fumador empedernido, que quedarse sin cigarrillos sea la hora que sea. Esto me ocurrió a las once de la noche de un lunes 21 de enero.
Así, que salgo buscando un bar donde poder conseguirlos por la zona en que los fines de semanas concurren los jóvenes para alternar. Sólo había dos bares abiertos. Me dirigí al que caía más cerca de donde había dejado el coche. Entré cuando se disponían a recoger para cerrar y aún quedaban dentro diez o doce personas.
De pie, mirando para la barra y un poco alejados de ella, estaban plantados en semicírculo. Enseguida me di cuenta que no debía haber entrado, no era oportuno. A medida que me acercaba volvieron la cabeza a ver quién llegaba. El ambiente estaba cargado. Había también dos chicas. Una de ellas con una sillita y un par de críos. A su lado, otra de baja estatura, morena, con los pelos rizados y los cascos puestos. La de los niños, viéndome, le dio un codazo a la de los cascos, para que me mirase mientras se reía. Volvió la pigmea la cabeza y esbozó una sonrisa. La otra, con más descaro no se reprimía. ¡Pero bueno! ¡La tía pedorra se estaba riendo de mí en mi propia cara!
En la barra pedí un Fortuna. La tía mostrenca seguía incomodándome con su risa. Pensé: “Cuando me sirvan se va a enterar ésta.”
Uno de piel morena me dijo atentamente que él no trabajaba allí, y le digo: “Como estás dentro de la barra creí…”
Me señala al que parece ser el dueño y éste con sátira le pregunta a otro: ¿Aquí hemos vendido tabaco alguna vez?
Notando el cachondeo mi temperatura fue subiendo de grado. Los demás corearon la risa. Me planté ante ellos y me enfrenté con sus miradas. Fueron momentos muy tensos. Ya no me importaba la tipa que se reía al principio… El sentido común me dijo: ¡Lárgate, no seas imbécil! Salí a la calle y en el otro bar compré los cigarrillos sin ningún problema.
Se ocasionó, que cuando iba para mi coche, cerraban el otro bar. Entonces, acordándome de la escena afrentosa, decidí encararme con ellos, ya en plena calle. Otra vez el sentido común me reprendió: ¿Qué vas a hacer? ¿Vas a ser tú, más estúpido que ellos? Me subí al coche y me encaminé a casa.
Ahora comprendo el llanto de los padres cuando apuñalan a su hijo a la puerta de una discoteca. ¿Pero por qué, si mi hijo no se metía con nadie? Y al final esos padres quedan marcados por el dolor de por vida.
¿Dónde está el civismo? ¿Dónde la educación? ¿No puede ir uno tranquilo por ahí? ¿Hasta dónde se debe aguantar? Queremos que los jóvenes tengan educación; pero a veces, los no tan jóvenes, dejamos mucho que desear. Yo con la madurez que me dan los años, supe controlarme y actuar sabiamente. Pero si en la madrugada provocan a un chaval de veinte años, ¿qué hará?
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