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Cultura
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POR J.J.CABALLERO
DESDE EL JERGÓN
Publicado el 17 de Agosto de 2020, Lunes

Lourdes Paredes Cuellas

Cultura -

No se trata de ganar o perder. Tampoco de empatar por medio de epatar al enemigo más lejano. Solo en la supervivencia del más débil se podrá encontrar el equilibrio que perdimos antes de que una pandemia más vanílocua que enloquecedora acabara por evacuarnos de nuestro hábitat natural. O de devolvernos a él, justo al lugar del que nunca debimos salir. En un discurso anfibológico, antinatural y lleno de golpes de efecto y algún que otro sinónimo inútil lo mejor no es entenderlo todo, sino adquirir la dudosa capacidad de no perdernos con las instrucciones. Las oraciones no sirven, ni las precauciones aperciben. Las anotaciones coinciden, eso sí, y señalan que antes todo era mucho más difícil de lo que creíamos. 

El faro del fin del mundo, hacia el que se dirige la tierra de los simples por los caminos del cansancio y de la soledad. El paisaje es desdentado, el cielo está aún por desbastar y en las salomas que entonan unas voces proféticas va incluida la tasa de penalización por contar la verdad. Diversidad y precariedad. Dificultad y precocidad. Dicen que la letra por la sangre entra, cambiando preposiciones en bien de los intereses particulares. Nada que no se haya venido haciendo desde que el esfuerzo denodado por sobrevivir se imponía a cualquier otro. Tampoco se trata de saber más que nadie ni de poder más que nada, más bien de traspasar cualquier límite aún no conocido. Donde los niños juegan ahora no vuelve a crecer la hierba, y es ahí, en los confines de un mundo estrafalario y no bien comprendido donde debemos emprender el nuevo camino. Después de que nos rompieran la brújula y la sustituyeran por una botella de cianuro.

Las proas aún siguen sin restañar, y las popas todavía persisten en resollar. A su son, al ruido informe que acompaña la travesía sin destino ni final, los restos del corazón pestañean incólumes e inasequibles al desaliento. Detrás de las cortinas del cuarto de invitados, meciéndose sin más turbulencias que las propias, aún late un tintineo de esperanza. Para que nadie piense que no es un acierto contar las cosas de forma tan enrevesada o tan entreverada de formas, han de saber que a una figura esmirriada y sin ganas de recuperar la forma original con la que un día lucía orgulloso no se le debe contar nunca más de una mentira que no esté engordada con un poso de vana elocuencia. Mente y cuerpo se relacionan de la misma extraña manera que alma y cerebro. Celebro que puedan llegar a entenderlo. Entiendo que consigan conocerlo. Conozco a quienes pueden resolverlo. Resuelvo que no sepan entreverlo. Si a partir de aquí se juntan las letras y la orgía de significados les provoca vértigo, cojan el ascensor más cercano y sustitúyanlo por claustrofobia.

Al habitual sentido babélico de algún que otro discurso se le suman ladinas intenciones que nunca llegaremos a entender del todo. Yo también lo acepto, ni ellos tampoco. Debo haberme transformado en un estafermo mecanizado y olvidadizo al que solo le puede afectar el viento si sopla en dirección opuesta. La plenitud de los sentidos, la alegría de saberse a salvo de todo sentimiento. La adicción llega luego, si es que alguna vez se marchó, y lo pone todo patas arriba para que al final volvamos todos a la casilla de inicio. Aquí yacía otra palabra muerta, allí llovía otra letra tuerta. Todos o ninguno. Casi nadie y con aforo completo. Restringidos y reubicados. Refugiados y afligidos. No hay bien que por mal no pase. Por aquí ya pasamos unos cuantos y unas cuantas veces sin que por ello hayamos aprendido el camino de vuelta. Solo nos guía una pléyade de estrellas caídas, que no fugaces, que persisten en salirse de la constelación y quedarse a vivir en nuestro tejado.

Debe ser un legado feérico este en el que nada sale como estaba planeado. Como en las mejores fantasías infantiles, con los vestidos que jamás pensamos ponernos para salir de casa, el mundo aún no ha aprendido a derrumbarse y las escaramuzas son cada vez más útiles para sacarnos de las casillas aprendidas. Sin ellas, no habría conversación ni oponentes, y la violencia no camparía a sus anchas para que la selección natural haga el resto del trabajo. No es maldad, es solo el deseo de tener la piel verde bajo un amanecer rojo fuego. Aunque solo sea por llenar el mundo de color durante unos minutos.

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